sábado, 12 de septiembre de 2020

 

Mi pueblo, mi gente

Acabo de leer en internet, “Torre de los Molinos lugar de la provincia de Palencia donde nació Javier Villán”. Y luego muchas fotos del pueblo que me conmueven. La aldea en que nací es un pueblo precioso y vegetal, todo árboles, agua y huertos entre medias. Visto según se llega desde  Carrión de los Condes,  es simplemente una arboleda que tapa las casas, salvo el molino muy a las afueras, el único que quedaba en mi niñez, de los siete  que dicen existieron. Por ello al pueblo se le llama Torre de los Molinos, epicentro de una comarca eminentemente cereal donde todos iban a moler.  Visto desde la cuesta del páramo, llegando de Palencia y Villoldo, es una arboleda de la que sobresale la torre de la Iglesia coronada por una veleta que hace de pararrayos y por un gran nido de cigüeña que “maja el ajo” y aporta reptiles y otras viandas  para los cigüeñines .  Majar el ajo es el ruido que hacen al batir ambas palas del pico, o sea en términos cultos, crotorar. Los rayos,  creíamos algunos entonces, que eran una piedra alargada y polícroma, muy pulimentada que aparecía de vez en cuando  en las cascajeras. Esa piedra, caía del cielo en las tormentas de truenos y relámpagos, creía yo. Lejos de mi imaginación pensar que el rayo era una descarga  eléctrica que  sacudía  los puntos más altos de la planicie. Y en la aldea, el pararrayos de la iglesia. De ahí el peligro de guarecerse en la llanura bajo un árbol solitario; y no por el refrán conocido “debajo de hoja uno doblemente se moja”; sino porque allí seguro, podían achicharrarte   rayos y centellas.   Torre tiene tres barrios; el de abajo donde vivía mi hermana Elisa, al lado del cuérnago,  y veranean sus hijos y nietos; el del medio o de la iglesia, donde vive José Maria cuando van al pueblo desde Madrid y el de arriba, donde yo nací y me crié. Detrás de la iglesia había un cementerio a cuyos muertos yo les tenía pánico. Si alguna tarde me retrasaba por haber merendado en casa de Elisa y era ya anochecido, mucho antes de llegar a la iglesia arrancaba a correr como una exhalación y no paraba  hasta casa. Estaba  ésta en los límites de las afueras y cerca de un tojo infecto que llamábamos la Fría,  lleno de ranas, sapos y culebras, suponía yo, que siempre me han dado miedo y asco.

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