Mi pueblo, mi gente
Acabo de leer en internet, “Torre
de los Molinos lugar de la provincia de Palencia donde nació Javier Villán”. Y
luego muchas fotos del pueblo que me conmueven. La aldea en que nací es un
pueblo precioso y vegetal, todo árboles, agua y huertos entre medias. Visto
según se llega desde Carrión de los
Condes, es simplemente una arboleda que
tapa las casas, salvo el molino muy a las afueras, el único que quedaba en mi
niñez, de los siete que dicen
existieron. Por ello al pueblo se le llama Torre de los Molinos, epicentro de
una comarca eminentemente cereal donde todos iban a moler. Visto desde la cuesta del páramo, llegando de
Palencia y Villoldo, es una arboleda de la que sobresale la torre de la Iglesia
coronada por una veleta que hace de pararrayos y por un gran nido de cigüeña
que “maja el ajo” y aporta reptiles y otras viandas para los cigüeñines . Majar el ajo es el ruido que hacen al batir
ambas palas del pico, o sea en términos cultos, crotorar. Los rayos, creíamos algunos entonces, que eran una
piedra alargada y polícroma, muy pulimentada que aparecía de vez en cuando en las cascajeras. Esa piedra, caía del cielo
en las tormentas de truenos y relámpagos, creía yo. Lejos de mi imaginación
pensar que el rayo era una descarga
eléctrica que sacudía los puntos más altos de la planicie. Y en la
aldea, el pararrayos de la iglesia. De ahí el peligro de guarecerse en la
llanura bajo un árbol solitario; y no por el refrán conocido “debajo de hoja
uno doblemente se moja”; sino porque allí seguro, podían achicharrarte rayos y centellas. Torre tiene tres barrios; el de abajo donde
vivía mi hermana Elisa, al lado del cuérnago,
y veranean sus hijos y nietos; el del medio o de la iglesia, donde vive
José Maria cuando van al pueblo desde Madrid y el de arriba, donde yo nací y me
crié. Detrás de la iglesia había un cementerio a cuyos muertos yo les tenía
pánico. Si alguna tarde me retrasaba por haber merendado en casa de Elisa y era
ya anochecido, mucho antes de llegar a la iglesia arrancaba a correr como una
exhalación y no paraba hasta casa.
Estaba ésta en los límites de las
afueras y cerca de un tojo infecto que llamábamos la Fría, lleno de ranas, sapos y culebras, suponía yo,
que siempre me han dado miedo y asco.
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