Julio teatral y
viajero; Almagro, Mérida, Almada a la
orillas del Tajo cerca de Lisboa. Ritmo de Festival, dos o tres funciones diarias; y debates. Y mesas redondas. El joven teatro
portugués y O novíssimo teatro español, que
explica las razones de la presencia de
autores españoles en el Festival, moderada
y analizada con sagacidad por José
Gabriel López Antuñano. Un recorrido por las distintas generaciones desde
la posguerra y la autarquía, hasta los días actuales de vertiginosa e incierta
fiebre creadora; una lección de historia frente a incoherencias de
propuestas de ruptura y vanguardia. En la mesa también estaba, quizá como
puente intergeneracional, José Ramón
Fernández, ya un clásico como Juan
Mayorga, por ejemplo.
Lisboa es una ciudad
literaria; más literaria y menos herida
que Viena, mi ciudad preferida, por la que siempre flotan los fantasmas de una
historia convulsa y bella como este
desconcertante espectáculo de Maxime
Franzeti, llamado Dévoration:
iconografía, movimiento, heterodoxia, pensamiento. En una línea parecida,
aunque en formato pequeño y menos
espectacular, Los nadadores nocturnos, de José Manuel Mora; y según explicó el
propio Mora, también de la directora, Carlota
Ferrer, cosa que negó la propia Carlota con humor e ironía.
Antes de congelarme
de frío en Palco Grande por la traidora noche de Almada, me encontré en
el Teatro Municipal, con el regalo de Iluminación, de Joanna Murray-Smith. Un drama con toques de terror, atravesado de un
misticismo agresivo; y dirigido con audacia y firmeza por Aurora Cano. Una obra de ideas con el peligro de decantarse hacia
un realismo constrictor y asfixiante. Seis personajes en busca de “su verdad”. Dogmatismo excluyente. Factor importante, una interpretación notable: Claudia Ríos, Daniel Martínez, Juan Carlos
Vives, Lumi Cavazos, Pedro Mira y Sophie Gómez.
Algo tienen en común Dévoration e Iluminación: teatro de ideas aunque en ocasiones en Dévoration la imagen acabe distrayendo
de la palabra. Dévoration es algo más
que una iconografía y un desfile de
imágenes a veces deslumbrantes, es la irreverencia y la difícil libertad de
conciencia, herida por una moral inducida y castradora. Teatro del dolor y del
miedo. Conciencia culpable. Hay un fondo moral
que remite a Dostoiewski sobre la dignidad del dolor como motor de la existencia. Dostoiewsky tenía miedo de no ser digno de su
dolor, de no hallarle sentido.
Hay un cruel contraste entre la belleza de los cuerpos, la
coreografía de los cuerpos, perfectos incluso en la crispación. En los
silencios puramente gestuales y los largos parlamentos, inacabables como el que
enumera todas la guerras y todas las víctimas del mundo; una historia de
infamias y atrocidades. Fuerza plástica fragmentada y rota; mujeres devoradas,
canibalismo urgente y lascivo, actores y
actrices contorsionistas. Se mezcla el frenesí con la ceremonia y un drama
clásico de reina agraviada, con la recreación de maternidades de Rubens, Caravaggio, con la matriz de
Miguel Ángel que es el canon de
todas las maternidades. Y el horror de la guerra, la máscara de la guerra como un alarido. Acción corporal,
ritmo frenético de caídas como si un rayo invisible fulminara a los
intérpretes. Sorprendente espectáculo; incómodo, transgresor más por la moralidad
a la contra que por la belleza; la belleza nunca transgrede. Contrasta lo
procaz de algunas situaciones con el perfeccionismo manierista de otras. Una
delicia, el “polvo” virtual, vía internet, de una bella y estupenda actriz y un
estupendo actor.
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