Don Laurentino o la sabiduría humanista. PUBLICADO EN el DIARIO PALENTINO
Javier Villán
El libro de Andrea Herrán Santiago, Crónica de una vida.
Literatura, arte y religión en la obra de don Laurentino Herrán, editado
por la Fundación Tello Téllez de Meneses es una revelación incluso para
aquellos que lo tuvimos de profesor en el Seminario de Lebanza y nunca
sospechamos la universalidad y grandeza de aquel hombre bajito escondido bajo
una sotana. En Lebanza hacíamos tercero, cuarto y quinto de latín, creo
recordar, y con su meticulosa y avanzada idea de la docencia, llegaba a
desarrollar en latín las clases y el aprendizaje del Padre Kleutgen, una
metodología endiablada de la retórica argumentativa o así Como la humildad no
ha sido nunca la principal de mis
escasas virtudes, diré que una vez, en las composiciones semanales que nos ponía me calificó con un diez
un soneto a la Inmaculada, por su perfección más que por el fervor
mariano que don Laurentino profesaba. Nunca le dije que ese soneto lo
había memorizado una tarde en la capilla, en el último banco reclinatorio para
que nadie percibiese cómo media los hendecasílabos con los dedos. Al lado del
DIEZ, apostilló optime que no dejaba lugar a dudas. Por la traducción al
latín de un fragmento de un capítulo del Quijote, me puso un nueve y medio. En
mi valoración intelectual l a don Laurentino
solo se le acercaba, aunque de lejos, don Ignacio, al que por el
rigor de sus exámenes y exigentes calificaciones apodábamos el pirata. Sería
injusto olvidar el nombre de don Melchor Caminero que en primero y
segundo, en Palencia, puso un orden
relativo en mis tribulaciones de conciencia. O el nombre de don
Quintín Calvo, que impartía música y literatura de forma muy amena. Todas estas defensas que pertrechaban mi alma en primero y segundo,
las perdí al trasladarnos a Lebanza. Pero allí me encontré con don
Laurentino. Este percibió muy pronto mis inquietudes y calibró como
rebeldía una indisciplina que empezaba a
ser preocupante para todos.
Pasados unos años, cuando ya
había publicado en La Estafeta literaria, algunos artículos que tuvieron
cierta resonancia en ambientes muy limitados, me lo encontré en Madrid, a la
entrada del Metro. Conversamos ampliamente y le dije que ya no creía en dios,
que había perdido la fe, pero que sin dios no acababa de entender el mundo.
Sonrió y me agradeció, que en mis manifestaciones públicas recordara siempre que todo lo que yo pudiera saber se lo debía
a los curas. Esta gratitud también me la
reconoció Manuel Carrión, al que tuve de profesor en San Zoilo, los
escasos meses que estuve allí, buen sonetista al que me encontré años después
de Director de la Biblioteca Nacional. Cuando abandoné el Seminario de Carrión de los Condes don Laurentino gestionaba mi paso a
Comillas, antesala para la Curia Vaticana a la que
accedían muy pocos. Estos eran mis altos destinos y, vean, me he quedado en
periodista.
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