Caracoles y setas tras las lluvias y el sol
Caracol, col, col. Saca los
cuernos al sol. Primero tenía que llover y después lucir el sol para salir a
coger caracoles. Sin lluvia y después sol, lo caracoles que dan asco a muchos y
bien guisados son exquisitos, se esconden y no salen a arrastrarse dejando su
rastro de babas. En las aldeas de Castilla caracol es el peor insulto que puede
dirigírsele a una persona, es lo mismo que llamarla “babosa, arrastrada y
cornuda”. El señor Monegal, crítico de televisión, de Onda Cero, daba el
otro día en el programa de Julia Otero su receta para cocinar
caracoles. Una más de las muchas. Pero
olvidaba los preliminares: cómo tratar los caracoles hasta que pueden ser
guisados. Una vez capturados, operación
muy fácil, se les pone entre salvaos, que es un alimento para cerdos, una
especie de harina en bruto, lo que queda de esta después de ser cernida en el
cedazo, me parece recordar. Cuando entre salvaos han perdido parte de sus
babas, se les da varias aguas en una herrada revolviéndolos, muy rápido con la
mano. A la tercera o cuarta agua, han perdido las babas y entonces ya están
listos para ser cocinados, si a la guisandera le gusta, con trozos de chorizo o
jamón del cerdo criado, matado en casa
y curado al viento y la intemperie.
El otoño es tiempo de caracoles y de setas, hongos con los que hay que
tener mucho cuidado y conocerlos bien, pues algunas son mortalmente venenosas:
pero yo en Palencia no conocí ningún envenenamiento. Había una variedad de
setas muy sabrosas, que se criaban en terreno arenoso y seco que se llamaban creo recordar gagurrias. En Torre de los
Molinos el mayor experto en setas era mi hermano José Maria, no había
peligro con él y nos dábamos grandes banquetes, como con los cangrejos, que en
su momento pescaba mi hermana Concha. Había unas setas que no tenían
peligro alguno, las de tronco de árbol, que me parece se llamaban níscalos, y
comíamos asadas a las áscuas de la lumbre y con unos granos de sal gorda. Puro
deleite.
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