Tono Martínez es un intelectual.
Y un aventurero. Y un esteta y un poeta. A Tono Martínez lo recuerdo de viejos
tiempos del café Gijón, allá por los setenta del pasado siglo. Se unió al grupo
que formábamos Rafael Llorente, Cristina Maristany, Julián Marcos, Antonio
Leyva, los pintores Alcaraz y Luis Cañadas de un estilo realista contrario a lo
que Tono defendía como estética troncal; pero en las tertulias de café, nunca
llega la sangre al rio. Ahí estaba por ejemplo, la tertulia de los poetas con
gente tan dispar como Gerardo Diego, Jorge Urrutia, Juan Pérez Creus Maese
Pérez, Angel García López, Buero Vallejo, Granados y el pintor Cirilo Martínez
Novillo que se unía a los poetas porque detestaba la charla de los pintores. Carlos Oroza, el poeta beat que nunca llegó a maldito, solía ir por libre. Cirilo tampoco aguantaba a Luis Burón Barba, que leía Der Spiegel en alemán y luego, con los sociatas, fue Fiscal General del Estado. Otro juez, este comunista, Carlos Vega, representaba el equilibrio entre esta tendencia sociata y el PCE radical del editor Ramon Akal. A
veces Fanny Rubio, estudiosa de las revistas de poesía de los años 50. Tono
callado, aunque ya con inevitables destellos de talento. Al poco tiempo empezó
a dirigir una revista que se convertiría en mítica por su esteticismo refinado y
ejemplar. Tono Martínez y yo queríamos mucho a Rafa Llorente, diplomático,cónsul en París, y a Cristina, condesa de Lavern, que hacían versos al sudor de
los obreros y al proletariado que viajaba en metro. A mí la poesía social,
salvo Blas de Otero, me parecía una negación de la poesía y del mensaje. Pese a
lo cual me cayó el sambenito de poeta social y político. Tuvo que venir Paco
Umbral para poner las cosas en su sitio: político sí, pero antes que nada
poeta. Juan Goytisolo refiere en uno de sus libros cómo Rafael Llorente, siendo
cónsul, pretendió proclamar la República Española independiente en Fernando
Poo.
Tono Martínez acaba de publicar
un libro, El cuarto sello, diario de la peste. (Edit Polibea) Es un libro oportuno y de urgencia, pero no es un libro oportunista.
Escrito entre marzo y septiembre del presente año, es lo que podríamos llamar
un dietario, un relato memorial. A veces, a su prosa fluida filosofal y
hamletiana le salen ecos de Jorge Manrique, el de las Coplas y la finitud de la
vida. Y con frecuencia, la máxima de los monjes trapenses, “morir tenemos, ya
lo sabemos”, cuando se cruzaban silenciosos y rezadores en el claustro; o lo
que es lo mismo “memento mori”, recuerda que hemos de morir. Es un libro
melancólico, pero no sombrío. Con referencias esenciales a un Madrid que ya no es, quizá nunca vuelva a serlo, Capital de la Gloria.
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